20 May
20May

Lo extrañaba, extrañaba su olor, su presencia, sus chistes; quería verlo, abrazarlo, que escuchara de mi boca lo mucho que lo amaba, que pudiera notar la falta que me hizo en estas semanas de cuarentena, que sin darme cuenta, se convertían en meses. 

En estos tiempos era imposible lograr salir de mi casa a visitarlo, porque no podía correr el riesgo de contraer la enfermedad durante el camino, y no podía arriesgar la salud de mi madre, de mis hermanas, no podía ser tan egoísta. 

Así que, por el momento, solo podía anhelar y soñar con ese momento, el momento en el que correría hacia él, a contarle todas mis penas y mis pesares sin él en mi vida. 

Quizás creen que soy un poco dramática, pero si han estado enamorados comprenderán lo que siento, la angustia que vivo, sin al menos, poder tenerlo a unos centímetros de mí. Y afortunadamente, ese día llegó al fin. 

Me puse la ropa más bonita que tenía, me maquillé, me hice un hermoso peinado y salí en dirección a donde él estaba. Ya llegando no pude contener las lágrimas, lloré como pocas veces lo había hecho, y me recosté sobre él, sobre su tumba, le dejé las flores que recuerdo le gustaban y le conversé durante horas y horas. 

Sé que la muerte siempre está ahí, todos debemos morir, pero lo que uno no sabe es cuándo, dónde o por qué sucede. En mi caso, nunca pensé que él se iría tan pronto, y mucho menos por este infame virus. Siempre supimos vivir el día a día, por lo que tengo la total certeza de que él supo lo importante que era para mí, lo mucho que lo amaba y que siempre estaría con él a pesar de todo. 

El camino del cementerio a mi casa fue cortísimo, y mi corazón venía tranquilo, ya no sentía ese pesar en mi pecho. Pude respirar con tranquilidad y con alivio, ya que al fin pude despedirme de él, de quien es y será el amor de mi vida.

Catalina Alejandra Molina Pino 

Estudiante Universitaria (UMCE), 23 años 

Renca, Chile

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